Gorrioncillo era, jilguero en su trino;
ínfima nube de lluvia ingente;
enigma eterno en silencio fulgente
a medias de lo humano a lo divino.
Ahora abandonado a su destino
en el suelo roto queda, doliente,
mientras, graznando, se aleja inclemente
el tranvía, como un grajo asesino.
Su campana se funde con la gente
que en el absurdo trajinar vespertino
ni caso hace al guiñapo yacente.
Un buen samaritano diligente
alza por fin el rostro blanquecino
vencido ya por la muerte incipiente.
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