Allá en Colliure la tarde cae muy lenta,
más débil cada vez en su agonía;
en un catre, el cuerpo; la bacía
escondida en la negrura mugrienta.
Una hebrilla marchita y cenicienta,
exhausta por la vida y ya vacía,
apenas si aletea todavía
en la cama vecina y harapienta.
De repente los ojos de la vieja
de par en par se abren con espanto:
“¡Mi niño chiquitillo…!”; se asemeja
que él sonríe, el niño... Un manto
tremendo ha cruzado entretanto:
Machado ya se fue sin una queja.
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