Un ataque de acojonamiento
me parece que le ha dado al buen
juez:
“No considero imputar a la vez
a la dama y al marido; lo siento”,
me explica y se disculpa todo
atento
compadecido por mi estupidez;
pues yo, en el colmo de la
memez,
creí verídico el predicamento.
“¡Pero, hombre, por Dios, en qué
cabeza
cabe tal y tan grande disparate!
—me dice, añadiendo:— ¡Tate,
tate,
eso se dijo por delicadeza!
¡Hay que ser, ciertamente,
botarate
para entrar en tal lid con la nobleza!”.
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